Desde que la humanidad empezó a trazar mapas del mundo, los polos norte y sur nos han fascinado, tanto poética como científicamente. Pero, con excepción de unos pocos balleneros y exploradores, no mucha gente alguna vez fue allí para echar una mirada más de cerca. La quietud serena del Ártico y el Antártico era una perfecta combinación para la indiferencia humana. Sin embargo, el estallido del calentamiento global cambió todo.
Por supuesto, esa vieja indiferencia no era universal. En un raro esfuerzo de inteligencia política colectiva, y para evitar cualquier riesgo de un conflicto internacional, se firmó un tratado internacional en 1959 para gobernar la Antártida. Este tratado dedicaba la Antártida a fines exclusivamente pacíficos. Reconocía los reclamos territoriales existentes, los declaraba "congelados" y prohibía toda aseveración física de soberanía en el territorio de la Antártida.
La naturaleza y el contenido de ese tratado eran puramente diplomáticos. Sólo después de su ratificación surgieron las primeras cuestiones ambientales. Estas se incorporaron a un tratado revisado en 1972 por una convención sobre protección de las focas, seguida, en 1980, de una convención sobre preservación de la vida silvestre. Más importante, un protocolo firmado en Madrid en 1991 abordaba la protección del medio ambiente antártico.
Como primer ministro francés, junto con el entonces primer ministro de Australia, Robert Hawke, fui responsable de proponer el protocolo de Madrid, que transformó el Antártico en una reserva natural dedicada a la paz y a la ciencia durante 50 años, renovable por acuerdo tácito. No fue un logro sencillo. Tuvimos que rechazar primero una convención sobre la explotación de los recursos minerales que ya había sido negociada y firmada en Wellington en 1988, con lo que corrimos el riesgo de reabrir negociaciones muy inciertas. Estábamos alardeando, pero nuestra fanfarronada funcionó.
El ambiente del Antártico hoy está efectivamente protegido por la comunidad internacional, que es el propietario de facto de este continente, sin ninguna diferenciación nacional. Es el único caso de este tipo en el mundo. De hecho, abogados internacionales que intentan definir la condición legal del espacio exterior -¿Quién será el dueño de la luna? ¿Quién será el dueño de los recursos que algún día puedan extraerse allí?- suelen analizar el "sistema del tratado del Antártico" en busca de precedentes y analogías.
Pero la Antártida tenía una gran ventaja, en comparación con el Ártico, que hoy está en peligro: sólo había pingüinos en la Antártida, no votantes, especialmente votantes de diferentes nacionalidades. La Antártida, si bien es un gigantesco archipiélago continental que mide 24 millones de kilómetros cuadrados y está cubierto por una capa de hielo de 4-5 kilómetros de espesor, está lejos de cualquier continente habitado. El Ártico es sólo agua, y con el propio Polo Norte 4.200 metros debajo de la superficie. Pero hay cinco países muy cerca: Noruega, Rusia, Estados Unidos, Canadá y Dinamarca (vía Groenlandia, que se volverá independiente en los próximos años).
A lo largo de gran parte de la historia humana, el hielo impidió casi por completo toda navegación en los mares que rodean al Polo Norte, y el Ártico estuvo dormido en una indiferencia silenciosa. Todo cambió radicalmente en los últimos tres años. El Panel Internacional sobre Cambio Climático (PICC) estableció que el calentamiento global no es uniforme: mientras que las temperaturas aumentaron, en promedio, el 0,6ºC en el siglo XX, el incremento en la región del Ártico fue de 2ºC.
Algunas estimaciones sugieren que aproximadamente el 20% del total de reservas petroleras del mundo están debajo del Ártico. En 2008, por primera vez en la historia humana, se abrieron por unos meses dos canales de navegación a través del campo de hielo polar -en el este a lo largo de Siberia y en el oeste a lo largo de las islas canadienses-, lo que permitió que los barcos se desplazaran de Europa a Japón o a California a través de los estrechos de Bering, en lugar del Canal de Panamá o el Cuerno de África, y que se así ahorraran unos 4.000 o 5.000 kilómetros.
Dado el calentamiento global, esto tal vez se convierta en una práctica regular: miles de barcos pasarán por los pasos del Ártico, vaciando sus tanques de combustible y causando filtraciones de petróleo y otras formas de contaminación. Esto plantea una amenaza real para las poblaciones esquimal e inuit, así como para los osos polares.
Es más, de acuerdo con la Convención sobre el Derecho del Mar, los países gozan de soberanía absoluta en las primeras 12 millas náuticas (unos 20 kilómetros) de su mar de aguas costales, y una soberanía casi absoluta, limitada por unas pocas convenciones, dentro de las 200 millas náuticas (360 kilómetros) de sus costas. Cualquier país que pueda probar que el lecho marino más allá de las 200 millas náuticas es una extensión de la plataforma continental sobre la cual ejerce soberanía puede reclamar soberanía sobre eso también.
Rusia, que hace tres años utilizó un submarino para plantar una copia de platino de su bandera nacional en el Polo Norte, reclama soberanía sobre el 37% de la superficie del Océano Ártico. Los territorios reclamados por Rusia incluyen el Polo Norte y un campo petrolero gigantesco. Si se explota este petróleo, los riesgos de contaminación serán mucho mayores que en cualquier otra parte. Dada su política de rearme, ¿Rusia podría estar planeando establecer sitios de lanzamiento de misiles submarinos?
En consecuencia, es urgente y necesario negociar un tratado que garantice la paz y la protección ambiental en la región del Ártico. Probablemente sea algo difícil de alcanzar, pero el esfuerzo debería ser visto como una gran causa para la humanidad.
PD: texto de Michel Rocard, ex primer ministro francés.
Por supuesto, esa vieja indiferencia no era universal. En un raro esfuerzo de inteligencia política colectiva, y para evitar cualquier riesgo de un conflicto internacional, se firmó un tratado internacional en 1959 para gobernar la Antártida. Este tratado dedicaba la Antártida a fines exclusivamente pacíficos. Reconocía los reclamos territoriales existentes, los declaraba "congelados" y prohibía toda aseveración física de soberanía en el territorio de la Antártida.
La naturaleza y el contenido de ese tratado eran puramente diplomáticos. Sólo después de su ratificación surgieron las primeras cuestiones ambientales. Estas se incorporaron a un tratado revisado en 1972 por una convención sobre protección de las focas, seguida, en 1980, de una convención sobre preservación de la vida silvestre. Más importante, un protocolo firmado en Madrid en 1991 abordaba la protección del medio ambiente antártico.
Como primer ministro francés, junto con el entonces primer ministro de Australia, Robert Hawke, fui responsable de proponer el protocolo de Madrid, que transformó el Antártico en una reserva natural dedicada a la paz y a la ciencia durante 50 años, renovable por acuerdo tácito. No fue un logro sencillo. Tuvimos que rechazar primero una convención sobre la explotación de los recursos minerales que ya había sido negociada y firmada en Wellington en 1988, con lo que corrimos el riesgo de reabrir negociaciones muy inciertas. Estábamos alardeando, pero nuestra fanfarronada funcionó.
El ambiente del Antártico hoy está efectivamente protegido por la comunidad internacional, que es el propietario de facto de este continente, sin ninguna diferenciación nacional. Es el único caso de este tipo en el mundo. De hecho, abogados internacionales que intentan definir la condición legal del espacio exterior -¿Quién será el dueño de la luna? ¿Quién será el dueño de los recursos que algún día puedan extraerse allí?- suelen analizar el "sistema del tratado del Antártico" en busca de precedentes y analogías.
Pero la Antártida tenía una gran ventaja, en comparación con el Ártico, que hoy está en peligro: sólo había pingüinos en la Antártida, no votantes, especialmente votantes de diferentes nacionalidades. La Antártida, si bien es un gigantesco archipiélago continental que mide 24 millones de kilómetros cuadrados y está cubierto por una capa de hielo de 4-5 kilómetros de espesor, está lejos de cualquier continente habitado. El Ártico es sólo agua, y con el propio Polo Norte 4.200 metros debajo de la superficie. Pero hay cinco países muy cerca: Noruega, Rusia, Estados Unidos, Canadá y Dinamarca (vía Groenlandia, que se volverá independiente en los próximos años).
A lo largo de gran parte de la historia humana, el hielo impidió casi por completo toda navegación en los mares que rodean al Polo Norte, y el Ártico estuvo dormido en una indiferencia silenciosa. Todo cambió radicalmente en los últimos tres años. El Panel Internacional sobre Cambio Climático (PICC) estableció que el calentamiento global no es uniforme: mientras que las temperaturas aumentaron, en promedio, el 0,6ºC en el siglo XX, el incremento en la región del Ártico fue de 2ºC.
Algunas estimaciones sugieren que aproximadamente el 20% del total de reservas petroleras del mundo están debajo del Ártico. En 2008, por primera vez en la historia humana, se abrieron por unos meses dos canales de navegación a través del campo de hielo polar -en el este a lo largo de Siberia y en el oeste a lo largo de las islas canadienses-, lo que permitió que los barcos se desplazaran de Europa a Japón o a California a través de los estrechos de Bering, en lugar del Canal de Panamá o el Cuerno de África, y que se así ahorraran unos 4.000 o 5.000 kilómetros.
Dado el calentamiento global, esto tal vez se convierta en una práctica regular: miles de barcos pasarán por los pasos del Ártico, vaciando sus tanques de combustible y causando filtraciones de petróleo y otras formas de contaminación. Esto plantea una amenaza real para las poblaciones esquimal e inuit, así como para los osos polares.
Es más, de acuerdo con la Convención sobre el Derecho del Mar, los países gozan de soberanía absoluta en las primeras 12 millas náuticas (unos 20 kilómetros) de su mar de aguas costales, y una soberanía casi absoluta, limitada por unas pocas convenciones, dentro de las 200 millas náuticas (360 kilómetros) de sus costas. Cualquier país que pueda probar que el lecho marino más allá de las 200 millas náuticas es una extensión de la plataforma continental sobre la cual ejerce soberanía puede reclamar soberanía sobre eso también.
Rusia, que hace tres años utilizó un submarino para plantar una copia de platino de su bandera nacional en el Polo Norte, reclama soberanía sobre el 37% de la superficie del Océano Ártico. Los territorios reclamados por Rusia incluyen el Polo Norte y un campo petrolero gigantesco. Si se explota este petróleo, los riesgos de contaminación serán mucho mayores que en cualquier otra parte. Dada su política de rearme, ¿Rusia podría estar planeando establecer sitios de lanzamiento de misiles submarinos?
En consecuencia, es urgente y necesario negociar un tratado que garantice la paz y la protección ambiental en la región del Ártico. Probablemente sea algo difícil de alcanzar, pero el esfuerzo debería ser visto como una gran causa para la humanidad.
PD: texto de Michel Rocard, ex primer ministro francés.
3 comentarios:
Un interesante texto. El Ártico, como todos sabemos, es una fuente de recursos petrolíferos muy importante. El problema vendría, como se señala, si se decide explotarlos.
Saludos.
Te lo copio y lo publicaré en un futuro -cercano- ¡si me concedes tu permiso! Saludos PAQUITA
Más que el petróleo, que hay mucho, lo que se supone que abunda allí, es el metano, que está llamado a sustituir al primero.
Los permisos para utilizar este blog son absolutos ;)
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